by Sabrina Garcia | 28 de febrero de 2020 3:18 AM
La agenda ambiental surgió con fuerza en las décadas del ’70 y ’80. Ante el creciente conocimiento acerca del impacto negativo de las actividades humanas sobre la naturaleza y los problemas que eso conlleva, la demanda ciudadana y la preocupación de la comunidad internacional parieron un nuevo concepto: el Desarrollo Sustentable.
La definición original, acuñada por la Comisión Mundial del Medio Ambiente en 1987, plantea que es “el desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”.
¿El problema? Es un concepto tan laxo que es imposible de operativizar y de medir. Ni hablar de definir “necesidades”. Sí tiene de valioso que incorpora la idea de que al pensar el desarrollo debemos tener en cuenta que hay cierto límite en las capacidades físicas del planeta en general y de cada territorio en particular. Y suma la escala temporal: la obligación de planificar la demanda a la naturaleza en el mediano y largo plazo considerando qué mundo le legamos a las futuras generaciones.
A pesar de, o justamente por su laxitud, la idea fue adoptada mundialmente. En Argentina, por ejemplo, nuestra máxima autoridad ambiental es el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sustentable. De esta manera, hace décadas que tenemos un consenso global sobre la urgencia de integrar la dimensión de la sustentabilidad a los modelos de desarrollo. Proteger el ambiente a la vez que impulsamos el desarrollo económico y social. Bien. Esto nos lleva automáticamente a la siguiente pregunta: ¿cómo?
En primer lugar, saber que la sustentabilidad nunca es un hecho ni un dato objetivo, sino siempre el resultado de las posibilidades y limitaciones de cada territorio y sociedad, los debates y avances científicos y tecnológicos y las pujas entre los múltiples actores e intereses implicados.
En este sentido, la sustentabilidad se parece más a una búsqueda y un tránsito constante que a una meta concreta. Dicha búsqueda se puede pensar desde diversos ángulos, acá proponemos hacerlo a partir de las diferentes escalas espaciales, coincidentes con las de actuación institucional, para intentar darle operatividad al concepto y ver qué alcances tiene para cada nivel de gobierno.
Algunas problemáticas ambientales, como el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, tienen carácter global porque que son generadas y padecidas, aun si en muy diferente medida, por todos los países, y para resolverlas se requiere de un consenso mundial para redireccionar el modelo de desarrollo económico y social actual hacia uno más sustentable.
Dista de ser sencillo porque las responsabilidades, necesidades y prioridades de cada país son diferentes. En relación al cambio climático, por ejemplo, es bastante más fácil ser un free rider (seguir contaminando total otros reducirán sus emisiones) que ser la avanzada verde y renunciar voluntariamente a los beneficios de los combustibles fósiles, aun cuando nadie lo hace. Salvo que uno sea Costa Rica. Y, en la medida en que los grandes emisores, como Estados Unidos y China, no muestren compromisos concretos, continúen invirtiendo en hidrocarburos e incluso se retiren de los acuerdos internacionales, no hay incentivos reales para la acción climática urgente.
Es imperioso que desde la comunidad internacional el viraje hacia la sustentabilidad se vuelva más determinante. Es decir, que se tomen medidas concretas para dejar de apoyar la industria de los combustibles fósiles para pasar al fomento total de las energías renovables, incentivar modelos productivos que combinen la producción con la conservación de la naturaleza, desincentivar la lógica lineal del consumo de recursos (extracción – uso – descarte) para pasar a una economía circular donde los materiales se reintegren a las cadenas productivas, entre otros. De manera tal que les facilite a los países encarar la difícil pero inevitable reorientación de sus economías.
(Idealmente) enmarcados en esta dirección global, los países tienen el desafío de diseñar y llevar adelante un modelo de desarrollo que les permita producir, generar energía, empleo y bienestar aprovechando los recursos disponibles en el territorio de la manera más eficiente, con la menor contribución a la degradación ambiental local y global posible.
Para esto cada país debe definir qué va a hacer y cómo. Por un lado, la estrategia macro: qué sectores se van a fortalecer o desincentivar en función de la transición hacia una economía más verde, de dónde provendrá la energía, los dólares, para qué actividades se diseña la infraestructura, para qué se explotan los recursos naturales, qué áreas van a ser conservadas, de qué se alimentará la población. Y por el otro, determinar cómo se va a llevar adelante cada una de esas actividades, estableciendo criterios mínimos a nivel nacional, generando líneas de base de calidad ambiental y fortaleciendo los organismos de control para reducir el impacto ambiental local.
En concreto: migrar de una matriz energética dependiente del petróleo y el gas a una basada en energía hidroeléctrica, solar, eólica y bioenergía. Promover políticas públicas como la Ley nacional de Bosques que ordena los territorios definiendo qué actividades productivas se pueden llevar a cabo en cada sector a la vez que se conservan los bosques nativos. Impulsar la economía circular a través de la reducción de los materiales que van a entierro, la prohibición de plásticos de un solo uso, la obligatoriedad de la separación en origen y la jerarquización del trabajo de los recicladores, entre otros.
¿Cuáles son los requisitos fundamentales para lograrlo? Apostar a la ciencia para desarrollar el conocimiento y la tecnología necesaria, a la educación para generar la conciencia, la demanda y los cambios de hábito ineludibles y a la política para mediar entre los intereses contrapuestos y poner en marcha un modelo de país en función de las posibilidades y los límites del territorio.
En la Argentina federal las provincias son soberanas sobre los recursos naturales que se encuentran en sus territorios. Es decir que son los gobernadores quienes tienen la decisión final sobre la explotación de estos, son responsables de llevar adelante el control ambiental de las actividades y es la escala en la que se disputa la licencia social de los proyectos extractivos.
En función del modelo establecido a nivel nacional y de los recursos existentes, cada provincia entonces deberá mapear y ordenar en su territorio qué actividades se realizarán en qué zonas, cuáles recursos se explotarán de qué manera, bajo qué condiciones, cómo se van a distribuir e invertir los beneficios provenientes de dicha explotación para evitar la dependencia del recurso, y cómo se asegurará, por ejemplo, la provisión de agua suficiente para todas las actividades económicas y el consumo doméstico.
Además de dicho ordenamiento territorial, son necesarias herramientas tales como la complementación e implementación de la normativa ambiental nacional (que es bastante profusa), la jerarquización de las instituciones de control ambiental y la cooperación con organismos científicos independientes que puedan generar de líneas de base sobre la calidad del agua, por repetir el ejemplo, que resulten creíbles para todos los actores y así permitan un monitoreo eficaz.
La existencia y el buen funcionamiento de estas herramientas, es condición ineludible para avanzar en la generación de un contexto democrático que permita llevar adelante audiencias públicas y consultas libres e informadas a las comunidades para trabajar sobre la licencia social sobre los proyectos provinciales de desarrollo.
Los municipios tienen un rol bien complejo porque es en ese nivel con escasos recursos donde los impactos ambientales se viven de manera directa, en forma de agua contaminada por alguna mina o el agotamiento de los recursos pesqueros, por ejemplo, y, si son vecinos a proyectos extractivos, es allí donde se desencadenan los conflictos socioambientales.
Sin embargo, más allá de acompañar y mediar de la mejor forma posible entre las demandas ciudadanas y los proyectos y las responsabilidades provinciales, la gestión local tiene sus propias obligaciones, muchas de ellas fundamentales para la gestión sustentable del territorio. En esta línea, dos problemáticas locales clave en nuestro país son el control de las fumigaciones en los campos y la gestión de los residuos. En el primero caso se trata de establecer límites a las actividades productivas que afectan la salud de las personas y en el segundo de promover hábitos ciudadanos y un modelo de gestión de la basura que tienda a reducir los materiales enterrados y la economía circular.
En síntesis, incorporar la dimensión de la sustentabilidad al desarrollo es un reto enorme pero ineludible para hacer frente a las diversas problemáticas ambientales y asegurarnos que aprovechamos los recursos de la manera más eficiente posible y protegiendo el bienestar de la población.
Si bien el reordenamiento económico que requiere es un gran desafío para el mundo, para nuestro país y cada localidad, no es necesariamente un ancla para el desarrollo, sino que puede ser una oportunidad para imaginar, diseñar e implementar una estrategia de desarrollo verde e inclusivo que permita mejorar la calidad de vida de la gente sin destruir su fuente de sustentación.
Fuente: Elisabeth Mohle para Cenital
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