Lo esencial es mirar con otros ojos

by Manuela Herrera | 23 de mayo de 2021 10:08 PM

Por Manuela Herrera*

La mayoría de la gente que pasa por la esquina de Neyer y Rolón no la ve a Nahiara. Son muy pocos los que detienen su mirada en esta pequeña habitante del barrio de La Cava y su manera de sonreír inflando los cachetes tan característica. Con sus recién cumplidos nueve años vive en una casa de ladrillos sin revoque y techo de chapa que comparte con sus papás y sus cuatro hermanos: Agustín, Camila, Yazmín y Felipe. La misma cuenta con un kiosco que ella misma atiende a veces, aunque necesita pararse sobre un cajoncito de madera primero para alcanzar la ventana. La construcción además tiene la particularidad de estar situada prácticamente en frente de la Unidad Básica Justicia Social. En este último detalle reside una de las costumbres preferidas de Nahiu: todos los viernes por la tarde a eso de las cinco mira a través de la ventana de su cuarto esperando encontrarse con que la unidad abrió sus puertas. Si es así, ese código compartido le asegura que ya es hora, que puede cruzar la calle e ir a ese lugar donde toma leche chocolatada mientras aprende a sumar y a leer mejor. Y no es que le guste demasiado leer; su verdadera pasión es dibujar. Si fuera por ella se pasaría la hora entera llenando su cuaderno preferido de garabatos hechos con marcador negro. Pero, aunque a veces se queje, sigue yendo siempre y sin faltar ni una sola vez. Con tal de poder aprender un poco más y pasar tiempo con las seños vale la pena. Sobre todo cuando hay galletitas de chocolate.

La mayoría de la gente que pasa por la esquina de Neyer y Rolón probablemente tampoco ve esta unidad que recibe a Nahiara los viernes después de la escuela. ¿Por qué habría de llamarles la atención una edificación de fachada blanca y simple con un cartel un tanto descolorido que se confunde entre el resto del decorado de La Cava? Es lógico. Aunque entonces la verdadera pregunta sería ¿Cómo es que Nahiara sí la ve? Quizás la mirada es mucho más que solamente “acción y efecto de mirar”, como la define la Real Academia Española. Quizás no es sólo una actividad propia de nuestra dimensión biológica, sino también una elección particular de cada uno. Miramos lo que queremos ver, y lo que no queremos ver lo ignoramos. O quizás simplemente algunos tienen una capacidad especial para ver lo invisible.

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Celina sin lugar a dudas tiene esta capacidad. Nacida y criada en La Cava, ahora vive en Brasil trabajando en las favelas. Los niños que van al apoyo escolar de los viernes siempre preguntan por ella y la llaman tía. Y, aunque hace ya más de un año que no viene más, todavía a veces se quejan porque ninguna de las otras seños hace la chocolatada tan dulce como ella. Su mayor debilidad es Maitena, su ahijada, que recién está en tercer grado pero igual se pinta los labios de rojo fuerte para parecerse más a ella. Su inquietud por trabajar ayudando al otro nació a partir de la discriminación, a veces silenciosa, que ella misma sufrió durante su infancia y su adolescencia por el simple hecho de haber nacido y crecido donde nació y creció. Su motor fueron las ganas de evitar que más personas se sientan así. Y, por sobre todo, como ella misma dice, el deseo de destruir “ese chip insertado por la sociedad de que si naciste en una villa nadie espera nada mejor de vos”. Por eso no sólo dio apoyo en la Unidad Básica Justicia Social sino que también trabajó en La Casa Azul, un centro de tratamiento para personas que sufren adicciones. Celina en lo mucho que hizo sabe y demuestra que para poder ayudar en La Cava, no es necesario que te sobre nada. Sólo las ganas de hacer a un lado esas miradas que reproducen estereotipos, para ver realmente a la persona que hay detrás.

La Cava cuenta con alrededor de diez mil habitantes. Se encuentra dentro del partido de San Isidro, paradójicamente a no demasiadas cuadras de la acaudalada zona de La Horqueta. La mayoría de las casas que la componen llevan estampadas en sus paredes una virgencita con el nombre María de La Cava. Las ambulancias se niegan a entrar en el barrio y cuando hay incidentes a los heridos suele sacarlos la Gendarmería en sus propios vehículos. Antes de haber viviendas el territorio fue utilizado para llevar a cabo una excavación, por lo tanto, presenta zonas más hundidas que otras. Como, por ejemplo, el Pozo, una de las partes más vulnerables de La Cava, que se caracteriza por estar formado por pasillos angostos rodeados de zanjas que se llenan de agua tanto de lluvia como de las cloacas de las mismas familias que viven allí. Hay abundantes kioscos y almacenes, así como también merenderos y comedores. Celi asegura: “El bullicio es lo que más me gusta. La gente que viene y va, todo el tiempo risas”. Cuando el sol brilla fuerte después de una racha de tormentas y seca el agua que tantas veces inunda a La Cava el barrio adquiere un aspecto sumamente alegre, que invita a caminarlo.

Eduardo Galeano una vez dijo: “La caridad es humillante porque se ejerce verticalmente y desde arriba; la solidaridad es horizontal e implica respeto mutuo”. Hay numerosas iniciativas que son la prueba de que en un barrio que suele asociarse con el narcotráfico, los robos y la violencia, también existe la solidaridad. Celina lo dice de la manera más clara posible: “Los vecinos son familia. No hay otra descripción”. No son sólo organizaciones creadas por fuera de este conglomerado sanisidrense las que ayudan: son también las personas de adentro que intentan buscarle la vuelta para hacer algo que mejore la situación del otro. Prepararle la cena a alguien y que esa noche pueda comer bien. Armar un potrero para que los pibes puedan jugar tranquilos a la pelota. Compartir unos mates. Ayudar a estudiar. Festejar cumpleaños y días del niño. Decir “buen día”. Juntar y repartir donaciones. “Todos estamos alerta de que al de al lado nadie le haga daño”, asegura Celi. Aún así seguramente a muchos les pase que al cerrar los ojos y tratar de imaginarse qué sucede día a día dentro de La Cava la ayuda al otro no sea lo primero que se les venga a la cabeza. Quizás porque las balas ocupan más lugar en los diarios que el compañerismo, más si hablamos de barrios marginales. O tal vez por otra característica de la mirada: nunca se puede ver completamente bien aquello que se observa desde afuera.

Muchas son las cosas que sólo se pueden aprender hablando con los vecinos del barrio. Como la historia de sus orígenes, que se remonta a los años cuarenta. La Segunda Guerra Mundial hizo muy difícil importar coaguladores y entonces la empresa Obras Sanitarias llevó a cabo una excavación en la actual zona de La Cava para poder extraer tierra colorada, elemento fundamental en el filtrado del agua. Cuando la guerra finalizó, las importaciones volvieron y el pozo fue abandonado, siendo cubierto sólo parcialmente. Alrededor del año 1947 algunos trabajadores de Obras Sanitarias comenzaron a instalarse en el lugar, en las casillas que la empresa les daba, formando el barrio Quinta del Niño. Nacía La Cava, que obtuvo su nombre de esta excavación.

Hugo Amánquez se sabe este relato de memoria. Lo cuenta con la simpleza de quien está contando su propia historia, pues al fin y al cabo lo es. El padre de Hugo, trabajador de Obras Sanitarias, fue de los primeros habitantes de La Cava. Si bien él nació en Tucumán, con tan sólo tres meses de vida volvió al mismo lugar donde sigue viviendo hasta el día de hoy. Hizo la primaria en la Escuela N°2 y el secundario en el Nacional de San Isidro. Cuando comenzó eran cuatro los del barrio que estudiaban; ya para segundo año quedaba sólo él. “Era el único negro en la división, aparte de ser villero”, dice. Y se ríe.

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Gran parte de los vecinos lo conocen y es raro que él no conozca a algún vecino. Esto se debe principalmente a un capítulo muy importante de su vida: cuando trabajó para que La Cava pudiera tener electricidad. A fines de los 70, en pleno gobierno militar, cortaron la luz a las viviendas del barrio porque quitaron los pilares comunitarios que las abastecían. En ese contexto y sin nunca antes haberse metido en política, a Hugo lo contactaron de una Sociedad de Fomento y lo designaron secretario de la misma. Así fue como en el año 1979, junto con otros miembros de la Sociedad, habló con las autoridades de SEGBA (Servicios Eléctricos del Gran Buenos Aires) y convinieron hacer un tendido eléctrico. SEGBA les daba para que utilizaran los postes de luz que tenían en desuso, es decir, aquellos que estaban podridos por el contacto con la tierra. Como en La Cava no había casas de dos pisos en ese entonces, lo que hacían era enterrar los pilares más de lo que se debía y pasar los tendidos por encima de las casas. Hugo volvía todos los días a las diez de la noche de una larga jornada laboral en la imprenta y se ponía a diseñar los planos para la instalación. Los sábados y domingos salía junto con el entonces presidente de la Sociedad de Fomento, Marcos Piccolini, a pedirles a los vecinos que se sumen a trabajar. Se instalaron once puntos de entrega, que abastecerían de energía eléctrica a ciento veinte familias. Y así fue como gracias al enorme esfuerzo de muchos después de casi tres años, en 1981, finalmente se pudo dar luz a las viviendas del barrio. Por no haber dejado de trabajar en ningún momento a Amánquez, como lo llaman muchos, lo empezaron a conocer todos.

La Unidad Básica es en realidad un anexo del hogar de Hugo, quien se encarga de manejar el espacio. En un principio él, su mujer y sus hijos vivían en una casa de Obras Sanitarias, con techo y piso de madera, llena de ratas. Cuando una noche una de esas ratas mordió a su hijo, decidió que la cosa no podía seguir así y que ya era hora de empezar a construir su propia vivienda. Los bloques los hacía con una bloquera que su padre había traído de Santiago del Estero y de esta manera, con sus propias manos, levantó la casa que en un principio también funcionó como Unidad Básica del Frente Renovador Peronista. Hasta que a mediados de los ochenta comenzaron a edificar entre los propios vecinos y con ayuda de diferentes dirigentes políticos una pequeña construcción al lado de la casa de Hugo, conectada a la misma por una puerta, que hoy por hoy es la Unidad Básica Justicia Social.

La misma fue cambiando a lo largo de los años, pero en la actualidad cumple principalmente con dos funciones: los martes por la noche hace las veces de comedor y los vecinos se acercan a ella para buscar una cena caliente; los viernes por la tarde, en cambio, hace las veces de escuela y una docena de niños de entre seis y doce años apoyan sus lápices y sus hojas sobre el largo tablón de madera que ocupa la mitad del lugar. El armario donde se guardan la comida, las servilletas y los vasos nunca está lleno, pero siempre tiene lo suficiente como para compartir. Hay algo en todo el espacio que denota una humilde calidez. Tal vez sea la enorme olla que descansa sobre la vieja hornalla y debajo del aún más viejo televisor, que desde su desgastado plateado asegura que está lista para ser usada tanto para cocinar fideos como para preparar leche chocolatada con mucho azúcar. O los carteles de colores con fechas de cumpleaños, letras del abecedario y retratos de los chicos que decoran cada hueco vacío, oponiéndose rotundamente al minimalismo y dándole un aire lleno de vida a la unidad. O el ajedrez de caja deshecha que espera desde su lugar en la biblioteca que los niños lo agarren para jugar con él, aunque deban inventar las reglas porque no se las terminan de aprender nunca. O incluso la bandera de Argentina pintada en la parte del frente, que con su celeste y su amarillo vibrantes vuelve a la sencilla fachada más alegre y colorida.

Sus paredes están empapeladas de fotografías y dibujos de grandes figuras del peronismo entre las cuales se destaca Antonio Cafiero, ministro de Economía durante el gobierno de Perón. Su hijo Juan Pablo Cafiero fue candidato a intendente de San Isidro por el peronismo y, además, tuvo una importante participación en la creación de la Unidad Básica. Su nieto Santiago Cafiero es el dirigente político que actualmente se hace cargo de la unidad. Sin embargo, las ideologías quedan afuera a la hora de dar y recibir ayuda. Hugo asegura que nunca se le pregunta a nadie sobre sus preferencias partidarias, religiosa o de cualquier otro tipo. Porque, como dijo Celina, en La Cava se respira un “compañerismo empático” que no sabe de diferencias ni de grietas.

La Casa Azul es otro lugar que busca dar ayuda sin estigmatizar. Se ubica dentro de La Cava y apunta a brindar un espacio de contención a aquellos que sufren adicciones. Celina se desempeñó allí como psicóloga de manera no remunerada. No le gusta utilizar la palabra adictos, prefiere hablar simplemente de pacientes, de personas que sienten un vacío y que tienen problemas muy grandes con los que cargar. Aunque también sabe que la adicción es algo muy complejo de tratar. Reconoce que así como su labor le hizo mucho bien, también le puso muy triste. “De cada encuentro, volvía con un sabor amargo en la boca. Yo creo que ese gusto tiene la impotencia”, dice. La impotencia de haber perdido a tres pibes de sus grupos por sobredosis. La impotencia de frente a estas circunstancias tan dolorosas no poder dejar de pensar qué podría haber hecho y no hizo, no sólo como profesional que acompaña sino también como amiga. Sumado a la cuestión de que en los grupos de la Casa Azul hay adolescentes y pre-adolescentes, lo que vuelve a la situación aún más cruda. De cualquier manera no se arrepiente de haber formado parte de este proyecto, ni siquiera en momentos en que la cosa se puso realmente dura. “Cada vez que estaba en mis grupos, o en el apoyo escolar, me sentía realizada, completa. No sé bien por qué siento eso. Pero en un día malo, esos encuentros me llegaban a hacer analizar la vida y las situaciones de otras maneras, haciéndome ver lo realmente importante”, asegura. A veces piensa que esto no es para ella, pero en el fondo sabe que sí. Es evidente, porque esa mirada dulce que se asoma detrás de sus enormes anteojos y se combina con su expresión risueña no hace más que invitar a compartir problemas, a verdaderamente creer que estos tienen solución. Y, al fin y al cabo, tan importante como la realidad es lo que uno se atreve a creer de ella.

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Porque la realidad a veces pareciera ser demasiado simple y demasiado complicada a la vez. Simple como un número, 57,7%, que resume la cantidad de menores de catorce años que son pobres hoy en día en Argentina según el último informe del INDEC. Complicada como el relato de la vida de cada uno de esos niños, tan sintéticamente contenido en un índice que deja mucho por contar.

Anto, al igual que millones de chicos más, forma parte de ese 57,7%. Sin embargo, conocer ese porcentaje no es condición suficiente para conocer su historia. Actualmente está cursando cuarto grado en la Escuela N°23 de San Isidro y con sus nueve años hay una característica puntual de su persona que realmente le gustaría cambiar: no saber leer ni escribir. Con ese objetivo en mente asiste todos los viernes al apoyo escolar de la Unidad Básica de Neyer y Rolón. Incluso un par de viernes atrás, cuando no paraba de llover y su madre le dijo que no fuera, Anto hizo oídos sordos, se colocó el impermeable, agarró el paraguas y salió rumbo a la unidad, convencida de que ese era el día perfecto para aprender cómo se pronuncian la J y la G. Con su naricita de botón y su voz rasposa intenta convencer a las seños de que pasen por alto sus picardías, que tienen todo de inocente travesura infantil. Porque aunque las circunstancias de desigualdad que rodean sus vidas hagan a muchos ignorarlo, cada una de las pequeñas caras que conforman el índice de pobreza infantil actual en Argentina son, ni más ni menos, que niños. Y como ya lo dijo Mercedes Sosa: “Pobre del que ha olvidado que hay un niño en la calle”.

Pero lo que se ve constantemente resulta más difícil de olvidar. Por eso Hugo y Celina, junto con tantos otros vecinos, decidieron y deciden destinar su tiempo a trabajar por el bienestar de La Cava y quienes la habitan. Porque no miran a los demás desde arriba, los miran desde al lado. Porque saben que para soñar con un barrio mejor el otro es indispensable. Porque conocen el poder que la mirada adquiere cuando se combina con la acción. Y saben que ya no se trata sólo de tener la capacidad de ver a aquellos que la misma sociedad invisibiliza. Se trata de que esa invisibilización resulte tan inaceptable que no quede más remedio que hacer todo lo que está al alcance por cambiarla. “Que el precariado se haga visible, que no se olviden de tu alegría”, canta Ismael Serrano. Que deje de ser difícil observar la solidaridad que florece en tantos rincones de La Cava. Que realmente sea posible ver toda esa gente del barrio que pudiendo mirar para otro lado, eligió no hacerlo. Porque para animarse a ver lo invisible hay que ser muchas cosas pero, por sobre todo, hay que ser valiente.

(*) Periodista

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