by Sabrina Garcia | 10 de marzo de 2024 12:13 PM
Por Federico Poore
¿Se puede bordear la costanera del Río de la Plata en bici desde Vicente López a Tigre? Crónica de una travesía con interrupciones.
Una camioneta 4×4 negra acelera la marcha y se interna en el Paseo Costero de Martínez. Giro la cabeza y escucho el tintineo de la barrera. Una formación del Tren de la Costa, pintado del característico celeste de la gestión de Florencio Randazzo, cruza el paso a nivel y se detiene en la estación Anchorena. Más al fondo, sobre la barranca, unas casonas. El tren volvió a arrancar en dirección al Puerto de Frutos y ahora el sonido viene de una cortadora de pasto. En un paneo tipo La ventana indiscreta veo solo jardineros y empleadas domésticas. Hace 28 grados, corre una leve brisa y el mosquito aedes aegypti más chico tiene el tamaño de una provincia.
Estoy a cinco kilómetros y medio de la General Paz, en la frontera entre Vicente López y San Isidro, buscando comprobar in situ la ausencia de espacios más o menos públicos cerca del Río de la Plata. Parto de un dato del Centro de Estudios Metropolitanos: mientras que en los municipios ribereños del sur (Avellaneda, Quilmes y Berazategui) el paisaje costero todavía conserva características silvestres, con menor intervención humana, en la costa norte el 70% de la línea de costa está concesionada o privatizada.
Arrancamos por este paseo costero en Martínez. Las hileras e hileras de autos estacionados indican el modo de transporte sugerido para llegar. El Tren de la Costa no permite llevar bicis, los colectivos que pasan por la avenida te dejan a más de 500 metros: el municipio te invita a que vengas manejando o no vengas.
Hay un parador privado con baños descuidados y un restaurant que abrió poco antes de la pandemia. Enfilo para el restó, dejo la bici y me siento a hacer tiempo. Pido algo -una porción de budín de cuatro dólares- y atiendo la llamada de quien hoy será mi compañero de pedaleo.
-Te espero en la esquina de Pacheco y Solís–, me dice, y ahí lo encuentro, a bordo de su bicicleta gris.
Mauricio Corbalán es arquitecto y urbanista. Junto a un colega fundó el grupo de investigación m7red y es, entre otras cosas, un gran conocedor de esta geografía.
“El acceso público al río en el norte del Gran Buenos Aires es desarticulado, fragmentado, casi inexistente”, me explica Mauricio mientras comenzamos a pedalear por la avenida Elcano, nombrada en homenaje al marino vasco. “El ejemplo con el que lo comparo es Montevideo y su rambla continua. En Buenos Aires, la continuidad del acceso público a la costa ha sido vulnerada muchas veces a lo largo de los años. Es un reflejo de la política de ‘divide y reinarás’ que han venido aplicando los partidos con costa sobre el Río de la Plata”.
Le pregunto por el cartel de la Municipalidad de San Isidro que promete “una costa sin edificios”, similar a otra campaña (“acá no crecen las torres, crece la naturaleza”) con la que la gestión de Gustavo Posse buscaba diferenciarse de la vecina Vicente López, por entonces gobernada por Jorge Macri.
¿Hay diferencias entre la manera en la que manejaron su relación con el río los dos partidos “ricos” del norte del conurbano?
“San Isidro presentó un masterplan ambicioso basado en los talleres de la Fundación Ciudad durante los primeros años del siglo y en el efecto duradero de la recuperación de la costa en Vicente López en los noventa”, me responde, haciendo referencia a una serie de encuentros sobre espacios costeros en los que los participantes reclamaron el desarrollo de un parque lineal y se opusieron a la renovación automática de las concesiones. “Pero por supuesto, una vez pasada la presión vecinal por acceder a espacios verdes de calidad, el municipio abandonó la idea y la dejó en el limbo de los proyectos”.
San Isidro no tiene una hilera desprolija de torres frente al río (como sí Vicente López, fruto de un festival de excepciones al Código de Ordenamiento Urbano que se iniciaron durante la gestión de Enrique “El Japonés” García y continuaron con Jorge Macri), pero sí una proliferación de urbanizaciones cerradas.
“En San Isidro hay muchas salidas al río pero pocas entradas. Una telaraña de concesiones, herencias, ventas, leyes, decretos y permisos otorgados entre gallos y medianoche habilitó que clubes exclusivos, algunos sociales, barrios de viviendas unifamiliares, condominios de residencias exclusivas y mansiones excéntricas ocupen la mayor parte de los terrenos que son el recipiente natural del río”, me dice el concejal Mateo Bartolini.
Bartolini representa al bloque de Unión por la Patria (UxP) y es, además, el concejal más joven del distrito que desde diciembre gobierna Ramón Lanús, de Juntos por el Cambio.
“Nobleza obliga, en algunos terrenos se logró que el municipio habilite espacios públicos como Pacheco y el río, o Alvear y el río, pero son zonas aisladas con un mantenimiento cuestionable a nivel ambiental, seguridad y de higiene. Son espacios de esparcimiento tipo enclave sin ninguna planificación, que no componen la traza característica de un paseo costero.”
Es tal el nivel de improvisación y abandono que el terreno más grande en manos del municipio aún es de uso restringido.
A fines del año pasado, un grupo de vecinos de Martínez elevó su voz contra un proyecto aprobado por Posse que permitía la construcción de ocho viviendas de lujo junto al río (como dato curioso, hasta una concejal de La Libertad Avanza acompañó el reclamo). Y si bien Fabián Narvaez, presidente de Narvaez Desarrollos, dijo que no era un barrio cerrado, en la pared de su inmobiliaria los lotes se promocionan junto a otros cuatro “barrios privados con vista al río”. Lanús, que en diciembre asumió la intendencia tras 40 años de dinastía Posse, dejó en claro que el proyecto no iba en línea “con la mirada que tenemos para la costa de San Isidro”.
No es la única herencia que recibe el nuevo jefe comunal. En 2017, promediando su quinto mandato, Posse reconoció la existencia de cerca de 40 barrios cerrados en su distrito, una oferta que siguió ampliándose en los últimos años con la aparición de nuevos “mini barrios privados con impactantes vistas plenas al Río de la Plata”, como se promocionan en brochures y medios de comunicación.
Según el Código Civil y Comercial, la Municipalidad podría incluso llevar adelante un juicio de expropiación para que el camino de sirga -ya de por sí una restricción al dominio privado- pueda utilizarse para otros fines, como la recreación o el esparcimiento. Pero lo cierto es que no se comenzó ni con lo más básico.
“Seguramente sea fácil criticar que las mansiones del bajo de Martínez impiden el acceso al río”, argumenta Bartolini. “Pero incluso antes, creo que es mejor empezar con lo que está: poner en mantenimiento las actuales salidas al río en poder del municipio y abrir un paseo público en todos los terrenos bajo su dominio.”
Continuamos el recorrido por el Camino de la Ribera Norte, donde se encuentra el parque municipal del mismo nombre, que además de ser hogar de cientos de especies de plantas y aves es la primera área protegida municipal del país.
Pero más al norte, nuestra intención de bicicletear paralelos al río se empieza a complicar por las sucesivas interrupciones en el tejido urbano. Casa del Puerto, San Isidro Chico, Los Cardos, San Isidro Catedral, Boating Club. En el ingreso a muchas de ellas, casetas de control de acceso, barreras electrónicas, guardias uniformados con handy: un tipo de paisaje más propio del segundo o tercer cordón del conurbano, cerca de alguna bajada de la Panamericana.
Tanto es así que el próximo acceso público está bastante escondido y, de no ser por Mauricio, me lo hubiese perdido: el Monumento a los 33 orientales, que conmemora el lugar del cual partió la famosa expedición comandada por Manuel Oribe en 1825. A esta hora hay pescadores y familias, pero un cartel anuncia que el espacio cierra cuando cae la noche “por razones de seguridad”.
(Más tarde leo los comentarios sobre el sitio de Google Maps. “Se puede practicar algo de pesca gratis, pero está poco cuidado y hay muy poco espacio”, dice un vecino. “Sería bueno que volvieran a abrir durante la noche para poder pescar ya que hay menos gente”, se suma otro.)
“La cultura fluvial tiene siempre dos caras: la orillera, representada en la figura de los pescadores, y la de los deportes náuticos. No tienen que ser antagónicos necesariamente. Pero los clubes, a fuerza de presión social y política, se han ido apropiando de la costa desde fines del siglo XIX y la cultura fluvial anfibia y orillera, ha ido encontrando los esquicios para sobrevivir”, relata Mauricio.
Cruzando la calle Uruguay ingresamos al partido de San Fernando, gobernado por el massista Juan Andreotti. Y en el sector que va de las vías al río, es difícil encontrar algo parecido a una grilla de calles públicas.
A mano derecha, los barrios cerrados o clubes náuticos Punta Chica Village, Marina Canestrari, Marina del Sol, Rincón del Arca, Bahía del Sol. Otras áreas aledañas son un gris: espacios semipúblicos -más “semi” que públicos- donde uno por las dudas no se mete. No es que haya una ley que lo prohíba, pero todo está armado para darte a entender que mejor no.
Luego prevalece la explotación privada directa. El caso más extremo fue el proyecto Colony Park, del empresario Hugo Schwartz, que llegó a vender cien lotes en las islas del Delta (frente a San Fernando pero pertenecientes al partido de Tigre) antes de ser clausurado por la Justicia. El daño ambiental ya estaba hecho: se habían dragado parte de los arroyos y canales de esta zona de humedales y creado islotes artificiales que aún hoy se ven en las fotos aéreas.
En el partido de San Fernando, Schwartz explotó el complejo Marina del Norte durante más de 30 años hasta que le venció la concesión y el municipio recuperó esa porción de terreno para convertirla en un pequeño espacio público. “Es un espacio con foodtrucks y barandas estilo Puerto Madero. Al menos en la pandemia, había que ingresar por un retén de la policía en el medio del acceso a un barrio náutico. Toda una alegoría de la zona”, dice Mauricio.
“Las pocas veces que fui en plan familiar a las bajadas públicas me di cuenta de que faltaban baños y bancos para poder disfrutar el espacio durante más de media hora”, me cuenta Eugenia Mitchelstein, directora del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de San Andrés, que tiene un campus en la localidad de Victoria. “Una excepción es el Parque Náutico San Fernando, pero a pesar de ser municipal* a veces lo cierran por eventos privados (y no te dejan pasar), lo que termina derrotando todo el propósito”.
(*) Nota de ZNA: el Parque Náutico no es municipal sino semipúblico en donde el municipio de San Fernando tiene el 51% de las acciones y el 49% restante pertenece a la Cámara Argentina de Constructores de Embarcaciones Livianas (CACEL).
La nube de mosquitos se nos pega al cuerpo y va siendo hora de ponerle fin al recorrido. Es momento de una última parada: el Nuevo Paseo Canal, un espacio público de tres cuadras de extensión con cestos, bebederos y lugares para sentarse.
Desde fines del siglo XIX, el canal de San Fernando había servido de puerto interno para carga y descarga de frutas, maderas y mimbres provenientes de las islas del Delta. Pero con el correr de las décadas fue perdiendo su rol como puerto de cabotaje y dique seco. Por estos días este espacio es, para los sectores de altos ingresos, apenas una zona de paso, los últimos metros manejando por avenida Del Libertador antes de seguir hacia el Puerto de Frutos. El Nuevo Paseo Canal es una intervención necesaria pero mínima, quirúrgica.
A solo unos metros, ya en el partido de Tigre, asoma otra disputa urbana que contiene borgeanamente la totalidad de la historia reciente de los frentes costeros del Gran Buenos Aires: Venice Ciudad Navegable.
Este proyecto, desarrollado sobre un predio de 32 hectáreas donde funcionó el astillero Astarsa, tiene un frente de 500 metros sobre el río Luján y en su página oficial se define como un lugar de “espacios verdes únicos rodeados de las comodidades de la vida moderna”. Su aprobación por parte del municipio a pesar de los obstáculos legales evidenció una doble vara con sus vecinos, los habitantes del barrio popular El Garrote, que denuncian el desinterés de las autoridades y lo contrastan con la llegada directa al poder local de la que disfrutan los desarrolladores.
La pelea judicial lleva una década y tiene todos los ingredientes del desarrollo urbano del Gran Buenos Aires de los últimos cincuenta años: desindustrialización, nuevos asentamientos y barrios cerrados. Cada uno de estos elementos dejó su marca en la fisonomía fragmentada de la ribera.
En este contexto, los intendentes están llamados a cumplir un rol más activo, gestionando esta complejidad (en ocasiones junto a la provincia y al gobierno nacional) y animándose a diseñar un plan integral para el frente costero. El desafío es darle algún tipo de destino común para este paisaje de agua, barro y juncales.
Nota elaborada por Federico Poore para Cenital
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